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Lemus Toledo, Elizabeth
1995 Etnicidad y arqueología. En VIII Simposio de Investigaciones Arqueológicas en Guatemala, 1994 (editado por J.P. Laporte y H. Escobedo), pp.323-326. Museo Nacional de Arqueología y Etnología, Guatemala (versión digital).
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ETNICIDAD Y ARQUEOLOGÍA
Elizabeth Lemus Toledo
El último decenio ha sido testigo de un profundo movimiento sociocultural que ha afectado al mundo entero de manera indirecta y a varios países de modo particular. Se trata del movimiento que provocó la disolución de la Unión Soviética, la transformación drástica del mundo socialista de la Europa Oriental, la guerra de Yugoslavia y del Medio Oriente, así como la convulsión de buena parte de los continentes africano, asiático y americano. En los Estados Unidos de América parece que aquel movimiento todavía reviste un carácter embrionario, de fermentación, pero su fuerza latente, potencial, se deja sentir particularmente en el plano de las relaciones inter-étnicas, de las políticas sociales y culturales impulsadas por el gobierno y también por estados sociales patológicos, como un sentimiento de xenofobia que se hace doblemente paradójico en un país de inmigrantes, representativo de la más pura democracia teóricamente concebida. En América Latina resulta sintomático que el movimiento de maras parece ser más fuerte en aquellos países que exhiben una tradición cultural más sólida o en regiones como Chiapas en el contexto de la sociedad del México contemporáneo.
Ante la tendencia referida, que sacude al mundo actual en todas sus latitudes, las ciencias sociales se han visto rebasadas y caminan a la zaga de los hechos. Se ha reparado, sin embargo, que el movimiento, aparentemente espontáneo y desvertebrado, consiste en un resurgimiento estrepitoso del fenómeno de la etnicidad, en el cual el concepto antropológico de la cultura parece desplazar, aunque sólo sea parcialmente, a la concepción economicista de las clases sociales.
LA CONSISTENCIA HISTÓRICA Y SOCIAL DE LA CULTURA
La cultura, entendida como el universo de símbolos en que se sustenta todo sistema particular de relaciones sociales, es inherente y consubstancial al hombre de todas las épocas y regiones. Tiene, por consiguiente, una naturaleza que define la esencia de la humanidad y se remonta a los orígenes mismos del hombre sobre la tierra. Sus productos fundamentales son acumulativos, así se trate de los que forman parte de la cultura material como de la espiritual y sus etapas prolongadas en el tiempo forman una secuencia única, por encima y a pesar de los cambios de todo tipo.
El fenómeno de la etnicidad propiamente tiene su base angular en la cultura y se sustenta objetivamente en los productos simbólicos acumulados por un pueblo, los cuales definen su identidad y contribuyen decisivamente a regular sus relaciones con otros conglomerados humanos diferentes.
La etnicidad es, pues, una directa manifestación de sociabilidad, porque coloca a unos individuos, grupos y sociedades frente a otros, en una relación activa de cooperación y de conflicto al mismo tiempo. En este esquema de relaciones activas y dinámicas pueden existir antecedentes de conquista, dominación, explotación, etnocentrismo y en tales circunstancias el conflicto acumulado o potencial puede explotar o hacer crisis en condiciones y proporciones inesperadas.
En todo caso, los procesos culturales y sus secuelas en el plano de la consolidación de la identidad y de las características que asume el fenómeno particular de la etnicidad adquiere mayor consistencia con el paso del tiempo y según sean las condiciones sociales en que se sustentan. Los ejemplos de Chiapas, en México, donde viven en condiciones de pobreza y marginación los descendientes de la secular cultura Maya, de los palestinos en la Franja de Gaza y de algunos pueblos africanos, resultan ilustrativos en el marco de las consideraciones anteriores.
LOS GRUPOS ÉTNICOS Y LA CULTURA POLÍTICA
Como puede apreciarse fácilmente, la cultura, intrínsecamente considerada, tiene un contenido innegable en los órdenes político, económico, social, ético, tecnológico, etc. La cultura influye y es influida, por las formas de organización que establecen los hombres para producir y distribuir toda clase de bienes, así los que satisfacen necesidades materiales como espirituales, o aquellos destinados simplemente para promover la interrelación social. En este sentido, la cultura tiene un carácter objetivo originario, que a menudo cristaliza en objetos materiales a los que se atribuye usos y significados especiales. La cultura influye en la creación de un objeto, en el significado que se asigna a éste, en su distribución y usos, en la organización social en que se sustentan estos hechos y en las formas de conducta asociadas a dicho objeto. En esta cadena de eventos vinculados a un objeto material, fabricado por el hombre o simplemente utilizado por éste en el caso de un objeto natural, se puede localizar un cúmulo de típicas relaciones de poder, concebidas en la forma en que un individuo o un grupo puede determinar formas de comportamiento en otros individuos, grupos o sociedades enteras. Aquí radica precisamente el carácter político original de la cultura. En las relaciones sociales de carácter económico, el contenido político de la cultura se hace más evidente, porque generalmente implica una situación asimétrica e inequitativa entre los grupos implicados.
Conviene recordar que los grupos étnicos son entidades discretas que se definen y delimitan por una serie de rasgos diacríticos de contenido estrictamente cultural (Barth 1976). Entre estos signos diacríticos figuran de modo preeminente rasgos como la tradición, el territorio, el lenguaje, la memoria colectiva, el arte, la religión, etcétera.
Estos signos, en su conjunto y en sus relaciones recíprocas, se utilizan activamente para resistir influencias o agresiones de diversa índole. En este subplano específico también se afirma el carácter político de la cultura y de los grupos étnicos como unidades de poder.
Por los efectos psicológicos (seguridad, afecto, mística, convicción) y materiales (aprendizaje y destrezas, trabajo, propiedad, posición) que se derivan de las relaciones intraétnicas e interétnicas, los grupos culturales llenan vacíos humanos que no colman totalmente las clases sociales, según lo ha demostrado la experiencia en países donde las sociedades se han pretendido estructurar con criterios eminentemente clasistas. Los grupos étnicos desarrollan así una subcultura política que ha sido definida como «un conjunto de ideales y símbolos que describen las metas y fines de la vida política en términos de las tradiciones de los miembros de un grupo» (Cohen 1979:48). En el contexto particular del arte, la religión, el territorio, el lenguaje, la memoria colectiva, etcétera, es decir, en el marco amplio de la cultura y como producto directo de ella misma, los artefactos fabricados por el hombre, en el pasado y en el presente, adquieren especial relevancia sociológica. Tales artefactos, aun cuando daten de muchos años y permanezcan soterrados o en calidad de ruinas, sirven para identificar a un pueblo o sus descendientes, para afirmar su memoria colectiva, su identidad y su comportamiento en un marco específico de relaciones de poder. Sirven para definir la cultura política en términos de la tradición.
LOS ARTEFACTOS ARQUEOLÓGICOS COMO INSTRUMENTOS DE PODER
Con base en las consideraciones anteriores se puede afirmar categóricamente que los artefactos arqueológicos tienen una función decisiva en las relaciones de poder. La tuvieron en la época en que fueron fabricados y usados y la conservan en épocas sucesivas. Esto es particularmente válido para aquellas culturas que no han desaparecido del todo, que tienen descendientes activos en la actualidad y que tuvieron un desarrollo esplendoroso en el pasado, tal el caso de pueblos como los chinos, griegos, romanos, incas, aztecas, egipcios, mayas y otros más de otras regiones del mundo.
El valor cultural y por consiguiente político, de dichos artefactos, se explica no sólo por su incidencia en los procesos de preservación de la identidad y en el marco de las relaciones derivadas del fenómeno de la etnicidad, sino por razones adicionales que se refieren a la calidad artística y material de tales objetos. El peso político de dichos artefactos se confirma por el hecho de que a menudo, en muchos casos específicos, han sido confiscados y atesorados por los sectores poderosos de las sociedades dominantes. En las grandes ciudades de las potencias coloniales, por ejemplo, se guardan restos extraordinariamente ricos de muchas culturas del pasado y se siguen obteniendo considerables dividendos de su tenencia y exhibición. Tres de los más famosos códices Mayas, valiosos por su antigüedad y su contenido, se encuentran en las ciudades europeas de Madrid, París y Dresde. Piezas pertenecientes al período Clásico de la civilización Maya, por otra parte, se encuentran en museos europeos, como el British Museum de Londres, o en centros y colecciones privadas de Estados Unidos y otros países del mundo. Con frecuencia se rematan en dichos países, en cantidades astronómicas, muchas de aquellas piezas extraídas de su país de origen por medios cuasi-legales o ilícitos. El tráfico internacional e interno de las riquezas arqueológicas, como las del pueblo Maya de la antigüedad, alcanza millonarios índices monetarios, comparables sólo con los asociados al tráfico de drogas. En el caso del tráfico de las riquezas arqueológicas, sin embargo, por razones obvias, no se produce una condena generalizada por los medios de comunicación o por una opinión pública controlada o manipulada por los focos de poder.
En el caso de los pueblos indios de América, a cuyo despertar reinvindicativo asistimos en la actualidad, cabría preguntar por qué, siendo objeto de marginación, de menosprecio, de dominación política o de explotación económica, son al mismo tiempo víctimas de la depredación de su riqueza arqueológica. Pareciera que la respuesta se vincula no sólo al intrínseco valor artístico de muchos productos de la cultura material de dichos pueblos y al derivado valor económico de dichos objetos, sino, lo que es sociológicamente más importante, a una intención subconsciente de negar el desarrollo cultural de esos pueblos, o cuando menos al esfuerzo deliberado de relegar ese desarrollo al pasado lejano y consolidar así la tesis colonialista de la decadencia cultural o la parálisis creadora de aquellos conglomerados humanos. De esta manera, las altas culturas del pasado, como la Maya por ejemplo, resultan momificadas o reducidas a simples piezas de museo para alimentar una industria turística de la que no se benefician los representantes o descendientes directos de un deslumbrante pasado cultural, cuyo desarrollo se vio entorpecido precisamente por las pesadas condiciones coloniales y cuya memoria colectiva es necesario debilitar. En consecuencia, las metrópolis coloniales, los gobiernos que responden a los lineamientos de un marcado colonialismo interno y las clases altas de los países que se traslapan o se influyen recíprocamente: esnobismo, interés económico, conciencia de clase, etnocentrismo, poder en sus diversas expresiones. Quiere decir que el tráfico de reliquias arqueológicas, a nivel internacional o nacional, tiene un innegable contenido político, el cual contribuye a consolidar la dominación de unos pueblos o grupos sociales por otros que viven en condiciones económicas y educativas realmente precarias.
Es necesario tener en cuenta, sin embargo, que las generalizaciones tienen sus matices y aun sus excepciones, de acuerdo con el contexto histórico y social de que se trate.
RELIGIÓN Y POLÍTICA
En las culturas del pasado, las cuales constituyen el campo principal de la arqueología, se pueden apreciar fácilmente los contenidos rituales o la significación religiosa general en muchos de los artefactos que han dejado para la posteridad. Tales connotaciones son tan evidentes como las puramente artísticas. En los casos en que aquellas culturas han sido sometidas a empresas de conquista abierta o de dominación económica, los mencionados contenidos religiosos tienen también sus propias connotaciones políticas ya sea con propósitos de dominación desde el ángulo de los conquistadores, o bien con fines de resistencia desde la perspectiva de los conquistados.
Autores como Georges Balandier (1969:134) afirman categóricamente que «lo sagrado es una de las dimensiones del campo político; que la religión puede ser el instrumento del poder, una garantía de su legitimidad, uno de los medios utilizados en el marco de las competiciones políticas». Este autor demuestra que, en muchos aspectos, existe una estrecha relación entre las estructuras rituales y las estructuras de autoridad y los hechos, referidos a sociedades del pasado y del presente, así lo confirman plenamente.
Baste decir que las normas y valores religiosos imponen formas de comportamiento en los individuos y establecen formas de estratificación en que pueden distinguirse los componentes económicos e ideológicos debidamente entrelazados.
De las consideraciones anteriores se deduce que muchos de los artefactos y restos arqueológicos vinculados a procesos sociales particulares y que tienen un preponderante carácter ritual o utilitario, derivan de esto mismo una naturaleza política que se prolonga en el tiempo y en el espacio. Las sociedades prehispánicas del continente americano, en especial aquellas que alcanzaron un alto grado de desarrollo, demuestran con creces la premisa anterior.
EL CARÁCTER POLÍTICO DE LA ARQUEOLOGÍA
En el marco dinámico de la etnicidad, entendida ésta como el conjunto de relaciones que se dan entre los grupos étnicos equipados a unidades de poder y con base en las consideraciones adicionales que han sido formuladas en las líneas precedentes, se puede colegir fácilmente que la arqueología participa sin duda de la naturaleza política que distingue a la cultura y al fenómeno más específico de la etnicidad.
Hace falta, sin embargo, dilucidar cuestiones o interrogantes más concretas y categóricas, en el entendido que las «piedras», los tiestos, los artefactos, los restos arqueológicos en general, no son precisamente objetos inanimados, cosificados e insensibles, puesto que participan activa y directamente de la vida y de los intereses mediatos e inmediatos de los hombres y de las sociedades y grupos contemporáneos .
Algunas de las interrogantes cruciales aludidas anteriormente se vinculan a los fines de la arqueología, así en los campos de la docencia como de la investigación. Una pregunta fundamental sería la siguiente: ¿Arqueología, para qué? y de ello se derivaría una clara delimitación de los compromisos con la justicia social, con el bienestar equitativo de los hombres, con la esperanza en un mundo mejor, que en definitiva es el compromiso final de la ciencia en general y de las ciencias sociales en particular.
REFERENCIAS
Balandier, George
1969 Antropología Política. Ediciones Península, Barcelona.
Barth, Fredrik
1976 Los Grupos Etnicos y sus Fronteras. Fondo de Cultura Económica, México.
Cohen, Ronald
1979 El Sistema Político. En Antropología Política (compilado por J.R. Llobera). Editorial Anagrama, Barcelona.