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Navarrete, Carlos
1999 La Iglesia Colonial de Quechula, Chiapas: Un trabajo pionero de Arqueología Histórica. En XII Simposio de Investigaciones Arqueológicas en Guatemala, 1998 (editado por J.P. Laporte y H.L. Escobedo), pp.729-744. Museo Nacional de Arqueología y Etnología, Guatemala.
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LA IGLESIA COLONIAL DE QUECHULA, CHIAPAS:
UN TRABAJO PIONERO DE ARQUEOLOGÍA HISTÓRICA
Carlos Navarrete
Tuve ocasión de conocer la iglesia colonial de Quechula durante los trabajos de campo del Proyecto de Salvamento Arqueológico llevados a cabo en el vaso de la Presa Hidroeléctrica Nezahualcoyotl, Mal Paso, Chiapas, en los primeros meses de 1966. La presencia de una construcción del siglo XVI de tal envergadura nos hizo anotar que, sin adentrarnos aunque fuera someramente en las instalaciones coloniales, no íbamos a entender el final del periodo Postclásico y menos la importancia del lugar como centro de contactos externos, dada su condición de puerto fluvial desde el Postclásico Temprano, hasta que las aguas lo cubrieron.
La orden de la dirección de arqueología del INAH era terminante: trabajar únicamente sitios prehispánicos. Dada la lejanía y lo aislado del lugar desobedecimos y trasladamos a Quechula un pequeño equipo de seis hombres, un arqueólogo y un topógrafo de alta calidad como Eduardo Martínez. Trabajamos únicamente dos semanas, aprovechando las tardes en investigar algo de la cultura local y en completar un vocabulario básico en lengua Zoque, entre los pocos ancianos que aún no se habían marchado al nuevo asentamiento.
La falta de antecedentes metodológicos en México, para enfrentar problemas de arqueología histórica en esa época, nos hizo improvisar: desmontamos el lugar, lo recorrimos describiendo detalles y excavamos cuatro pozos distribuidos en el atrio, en la nave y en la sacristía; en terrenos aledaños donde se mostraba ocupación prehispánica practicamos ocho pozos. Los materiales rescatados –básicamente cerámica- son motivo de un estudio amplio en donde tratamos la totalidad de la información arqueológica y etnohistórica, y forman parte de una publicación mayor (Navarrete y Lee s.f.).
En la década de los sesenta, el primer trabajo al que acudíamos en busca de información sobre arte virreinal de Chiapas era el célebre artículo de Francisco de la Maza (1956) publicado en la revista Ateneo, el cual comenzaba con una frase vuelta común en los tratados de historia: «Los estudios sobre Arte Colonial de Chiapas son muy escasos». Treinta años después el panorama, por lo menos en arquitectura, se ha despejado bastante, principalmente con los trabajos publicados por Angulo (1945-56), Artigas (1984), Blom (1955), Flores (1973, 1985), Gussinyer (1977), Hernández Pons (1994), Lee (1979 a y b), Markman (1983), Millet (1981), Navarrete (1991), Navarrete y Lee (s.f.), Olvera (1951), Silva (1984), Toscano (1942) y Toussaint (1946, 1947).
De hecho desconocida, la iglesia de Quechula es una agradable novedad, tanto como ejemplo de edificación evangelizadora, como por ser joya de la arquitectura religiosa mexicana. Pequeña hermana de la de Tecpatan, es la más sólida y elaborada de todas las edificaciones religiosas levantadas en las márgenes del Grijalva a partir de El Sumidero. Si Chiapa, como puerto fluvial y terrestre, destacaba a los ojos del viajero por su espléndido templo de Santo Domingo, Quechula -de este lado del río- contaba con una «casa de Dios» digna de lucimiento.
De la historia del templo hay pocas referencias; suponemos que su construcción y funcionamiento tuvieron que haber pasado por los mismos afanes y dificultades que ocurrieron con las demás fundaciones dominicanas. Esta orden, pese a haber llegado a Chiapas en 1537, no inició la tarea evangelizadora sino hasta 1545, con el arribo del grupo de frailes encabezados por fray Bartolomé de las Casas.
Conforme el proceso de evangelización avanzaba iba en aumento el número de iglesias, pues cada convento fundado administraba una vicaría a través de las visitas, establecidas en las poblaciones importantes o cerca de ellas. A fines de la segunda mitad del siglo XVI ya funcionaban con cierta regularidad las visitas a los pueblos del medio Grijalva. Otras iglesias en el Grijalva medio son Osumacinta (Beristain 1982), Chicoasen y Sayula.
Las primeras misas debieron celebrarse en locales improvisados, como enramadas u otras construcciones sencillas hechas de materiales perecederos como horcones, varas, techo de zacate o palma y al principio quizá sin paredes. Al irse formalizando se agregarían muros de bajareque o adobe, aunque la cubierta siguiera siendo vegetal. Después vendrían bóvedas y tejas.
De Quechula desconocemos las fechas de fábrica, pero si el convento de Tecpatan se fundó en 1564, lógico es que su dependiente administrativo fuese posterior, ligeramente posterior, pues entre ambas hay semejanzas notables. De acuerdo con fray Francisco Ximénez, el constructor de la cabecera fue fray Antonio de Pamplona, quien «juntó los pueblos de Tecpatan y los demás de los Zoques y emprendió una obra que hasta hoy causa admiración, que fue hacer el convento y oficinas de bóvedas y medio cañones: obra de Romanos (…) más de cincuenta años trabajó en aquel convento». No es pensable que su experiencia de alarife la hubiera invertido únicamente en Tecpatan, donde vivió tantos años. Por su cercanía geográfica y afinidades estilísticas pudo haber trazado y dirigido la edificación de la iglesia de Quechula. Entre la fundación de Tecpatan y su muerte en 1606 tuvo tiempo suficiente para hacerlo.
No podemos dejar de lado como posible autor a otro arquitecto, el padre Alonso de Villalva, quien, según Remesal (1932), en esos años se daba «mucha priesa» en proseguir y acabar iglesias en tierras Zoques. Por fray Tomás Torres sabemos que en 1595 en Quechula asistían dos curas, uno «de fijo» y otro ambulando «por la dicha sierra y bajando el río y subiéndolo». De la iglesia de entonces no dice nada.
La primera mención es de principios del siglo XVII: «La iglesia es de buena hechura atendida por dominicos que administran en los anexos que le dependen». Se habla en plural al referirse al personal que atendía la marcha de la fe desde instalaciones suficientes, cuyas dimensiones y fina arquitectura testimonian la confianza que había en el futuro del pueblo.
El optimismo abarcó otros asentamiento del Grijalva medio, plantándose iglesias de larga construcción para finalmente abandonarlas: la de Osumacinta, por ejemplo, de buena fábrica y fina decoración; o río abajo, en Sayula y Playa Larga, donde se conservan los muros de mampostería. Estas iglesias marcan los límites noroccidentales de las comunidades Zoques durante la evangelización.
En los dos siglos siguientes, la Provincia padeció una crisis permanente debida a la explotación de los indígenas, el hambre y las pestes, sobre todo la de 1770 causante de una hecatombe poblacional, a partir de la cual fue imposible reunir la energía social necesaria para mantener templos de esa envergadura.
En lo tocante a la consolidación evangélica, aun en momentos óptimos hubo escasez de religiosos que atendieran la creciente demanda de la población conversa. En 1615 Tecpatan contaba con nueve sacerdotes para administrar los 23 pueblos de su doctrina y en 1650 informó necesitar de cuatro curas más y tres ayudantes y Quechula de un cura permanente y dos asistentes. En 1680 carecía de doctrinero y quizá les iba mejor sin él, de ser cierto el escrito del Visitador que recorrió Chiapas detallando las cargas en productos y trabajo que los curas imponían a su feligresía.
Por otra parte, desde mediados de siglo principió el proceso de secularización de las doctrinas y su conversión en parroquias. Empero, Quechula se mantuvo en manos de los dominicos por lo menos hasta entrado el siglo XIX. En 1771, el parecer del obispo de Chiapas fue que el curato permaneciera a cargo de un regular, por lo que en 1778 la cabecera de Tecpatan y sus dependientes seguían regidos por dicha orden, situación prolongada de acuerdo a una cita de 1811.
La decadencia del pueblo se reflejó en las condiciones del templo, cuyo declive parece iniciarse en el último cuarto del siglo XVII. En 1700 un incendio arruinó totalmente el poblado y se depauperaron sus anexos. Aun así, en 1760 las condiciones para el trabajo religioso eran aceptables: «Este pueblo de Quechula tiene Yglesia parroquial de texa, i todo lo demás necesario para la decencia del Ssmo Sacranto No tiene qe reparar esta iglesia». Durante esos años los servicios religiosos se extendían río abajo hasta las riveras de Los Naranjos y Mescalpa, cuya carencia de auxilios espirituales -bautizos, casamientos y sacramentos-, impelía a sus pobladores a navegar río arriba, en arduas jornadas, a buscarlos aquí.
De los protagonistas quedan unos cuantos nombres de sacerdotes, como fray Antonio de Rodena, nominado en 1698 para hacerse cargo de la doctrina y fray Galo Esteban Petit presentado en 1814.
La iglesia vieja
El primero en interesarse en ella fue Heinrich Berlin (1942 a y b), quien en su artículo sobre el convento de Tecpatan publicó una fotografía de la fachada. Por lo demás ha permanecido inédita.
De planta corrida, la nave se orienta al oeste. Mide 61.40 m de largo, 14 m de ancho y los muros 10.35 m de altura interior, construidos de mampostería. El frente se prolonga en una banqueta de 4.60 m de ancho y un descanso central de 7.60 m de largo por 8.15 m de ancho con tres gradas bajas (Figura 1).
Desconocemos la delimitación del espacio sagrado, pero la cruz atrial estaba a 18 m de la puerta. De aquella se conserva un basamento rematado en doble moldura, sobre el que descansa la media esfera que soportaba la cruz.
De la fachada se mantienen 15.50 m de pie, construida totalmente de tabiques cocidos, incluyendo el caracol. Se divide en dos cuerpos más la espadaña. El primero es de apariencia basta, pesada, suficiente para soportar y equilibrar visualmente la solidez de la espadaña. A los lados del arco frontal se disponen verticalmente dos fajas lisas que bajan de la cornisa a la banqueta inferior; los elementos verticales se prolongan hacia las esquinas, interrumpidos por un zócalo bajo moldurado. Los extremos redondeados, acentúan la perspectiva del conjunto.
El segundo cuerpo de la fachada es más recargado. A los lados del arco se disponen dos nichos flanqueados por columnillas, arco y peanas en forma de colmena; se conservan restos de las imágenes modeladas en argamasa; la del lado derecho quizá femenina. Hacia los lados se disponen columnillas a manera de friso; enmarcadas por dobles molduras encierran filas de columnillas más pequeñas, como tamborcillos; en las esquinas redondeadas la parte central es lisa.
Al centro del segundo cuerpo irrumpe el arco de la entrada; sencillo, sin decoración, a no ser por un rebajamiento en forma de alfiz. Remetido 1.90 m del paño de la fachada, el acceso al templo se hace a través de un arco de medio punto, que repite la sencillez del primero, resaltado por molduras y un pequeño nicho rectangular encima.
La parte superior del segundo cuerpo remata en una fila de almenas de las que se conservan los arranques. Protegen un pasillo de 1 m de ancho que corre frente a la espadaña; sirvió para subir a tocar las campanas, pues el caracol desemboca precisamente aquí.
La gran espadaña tiene dos arcos y lateralmente dos pequeños cuerpos; el primero liso, especie de zócalo sobre el que los elementos del segundo se quiebran en bandas verticales y pequeñas pilastras; dos de ellas molduras. Tres almenas coronaban los costados.
Los arcos están separados por una media columna adornada en medio con un elemento parecido a un tamborcillo; remata en un cubo calado y a la vez sostiene la peana del nicho superior. Los arcos están formados por dobles columnillas, continuadas en las molduras del arco. El izquierdo aún conserva la viga de la campana.
La espadaña remata en un frontón flanqueado por dos almenas grandes y una moldura raptante hasta la base de la cruz. El nicho central se ve calado pero hay evidencias del cerramiento posterior. Detrás del frontón hay un respaldo con gradas dirigidas al techo, seguramente para darle mantenimiento. La cubierta última fue de dos aguas y de teja según las huellas marcadas en este lado.
Gracias a que la espadaña emergió del agua un año después, durante la temporada de estío, cuando la presa baja al máximo, se pudo conocer un fragmento de las pinturas que la decoraban. La sola permanencia bajo el agua, aunada a las corrientes internas, lavó la fachada limpiándola de hongos y vegetación. En el del arco se lee la leyenda «A MARIA», encima del anagrama de la Virgen. Los colores son negro y rojo sobre el fondo blanco de la fachada. La alusión mariana tiene arriba su explicación: sobre el paño izquierdo de la base del frontón, hay pintados cinco personajes enfilados, cuya vista dirigen al nicho del remate; son señores de altas jerarquías según lo indican la capa del primero y las golillas y sombreros emplumados del resto. El dibujo espontáneo, de trazos rectos y angulosos, captó el asombro de los señores; uno de ellos sentencia con el índice extendido.
Seguramente en el otro extremo hubo una escena semejante. Así, una doble procesión de gente distinguida convergería al centro, al nicho con una imagen de argamasa de la Virgen María.
Como indicamos, los extremos de la fachada son redondeados, combinándose el derecho con la planta igualmente circular del caracol, juego armónico en el que las molduras superiores acentúan lo curvo del conjunto.
La torre-caracol es una de las más complejas de la arquitectura chiapaneca. El acceso se remarca con dos delgadas pilastras, un arco y dos pináculos resaltados en argamasa (Figura 2a). Desde fuera se ven cuatro ventanillas en forma de aspilleras. En el interior, a la altura del trigésimo primer escalón, un pequeño descanso con un pollo sirve de antecámara, techado con una pequeña bóveda decorada con nervaduras cruzadas; dos de las ventanillas le dan luz, reduciéndose de tamaño hacia fuera (Figura 2b).
Para pasar al coro se cruza una puerta rematada en un arco colonial, sigue un corto pasillo y se franquea un arco rebajado (Figura 2c).
Las puertas están unidas con molduras que parten de las jambas de la primera. El caracol asciende hasta otro descanso más pequeño y bastante destruido, del que bajan cinco escalones al pasillo que corre enfrente de la espadaña. Hay indicios de que el torreón subía más, pero está caído el remate.
En el interior de la nave los muros laterales alcanzan 10.35 m de altura con una anchura base de 1.69 m. La alumbran seis ventanas en arquivuelta. Seis contrafuertes exteriores -en algunos se alcanza a ver la separación del muro- los refuerzan; la pareja que servía de apoyo al ábside se cayó y el material del derrumbe fue empleado en la nueva iglesia y en cimentar casas y bardas.
En los ángulos de la fachada y los muros interiores, hay dos bajos y pesados contrafuertes que ayudaban a soportar el coro de madera, de 2.50 m de ancho, según las huellas de las vigas conservadas en los muros. Del lado izquierdo únicamente hay un espacio, el correspondiente al confesionario. En realidad se trata de un doble espacio, uno abierto hacia el interior y el otro, ligeramente más angosto hacia el exterior. El primero con 1 m de ancho y el segundo con 65 cm, indicativo de que la confesión se hacía de afuera hacia adentro, donde estaba el mueble empotrado del cura. Una abertura comunica ambos espacios, con suficiente paso de voz. Su altura dio 1.60 cm. En los dos lados los accesos estuvieron enmarcados por molduras en forma de pilastras sencillas con pináculos triangulares o esféricos.
Siguiendo el muro derecho hay un espacio curvo, donde iba empotrado un altar lateral de 3.20 m de ancho y 3.30 m de altura. Sigue una puerta doblemente clausurada: el primer vano midió 2.50 m de ancho y 3.35 m de altura, construido con grandes sillares y el arco superior rebajado. Posteriormente, debido a una grieta que se formó en el muro y partió el arco, se vieron obligados a clausurar parte de la puerta dejando en medio otra menor, de 1.50 m de ancho y 2.75 m de altura, armada con bloques de menor tamaño. Alguna falla los hizo clausurarla totalmente; luego reforzaron el exterior con un muro tendido entre el último contrafuerte y uno de los gruesos pilares de la portería, con altura de 3.50 m.
Continua la puerta de comunicación entre la nave y la sacristía y enseguida la banqueta que señala el área del presbiterio, de 0.28 m de altura. Desafortunadamente esta sección del piso está totalmente destruida. El ábside, de planta trapezoidal, muestra en el muro postrero los agujeros que soportaron el altar mayor.
El techo, a juzgar por restos de las ménsulas que cargaron vigas y tijeras, pudo haber sido artesonado. En la parte posterior de la espadaña quedan señales del principio de la techumbre de dos aguas, en la última época cubierta de tejas.
La puerta de comunicación con la sacristía es remetida del lado interior, totalmente lisa, en cambio en la cara opuesta corren dos molduras a manera de falso capitel. Conduce a un espacio abovedado, entre dos pilastrones y el muro de la sacristía, especie de portería abierta. El techo se adorna con nervaduras (Figura 3).
Igual decoración tiene el techo de la sacristía, aunque varía en el diseño. Ambas son bóvedas bajas, indicativo del carácter no estructural de las nervaduras.
La sacristía tuvo dos lavatorios. Totalmente destruido el del muro norte, el segundo conserva, aunque sin recubrimiento, las piedras talladas de un pequeño arco conopial (Figura 2d).
Alrededor de la puerta interior se conservan los mejores ejemplos de ajaracas del edificio. Realizadas mediante la técnica de puntear los aplanados, resaltan diseños vegetales entrelazados por medio de guías con hojas y flores. En los otros muros hay pequeñas muestras de lo que fue una cámara completamente cubierta con esta fina decoración.
El pórtico tuvo dibujos semejantes pero de carácter geométrico. Bello debió ser el interior del templo igualmente decorado, en este caso con el escudo de la orden dominica alternada con secciones lisas separadas por medio de cenefas florales. El zócalo estuvo pintado de rojo, según unos fragmentos de aplanado encontrados en las excavaciones.
Figura 1 Templo colonial de Quechula
CONSIDERACIONES
Las ajaracas son comunes en la arquitectura de Chiapas en los dos primeros siglos coloniales. En iglesias Zoques las hemos visto en Copainala, al norte en Tapalapa y Chapultenango, aquí bastantes conservadas. Las nuestras pertenecieron a la esfera de Tecpatan, donde tenemos el más variado conjunto del sur de México y Centro América.
La fachada y el caracol son totalmente de ladrillo rojo, bien cocido y de color parejo, mientras el resto de la construcción es mampostería, de cantos rodados de diferente tamaño y bloques careados por el lado exterior, acomodados con cuidado y seguramente extraídos del propio río.
En la manera de emplear el ladrillo encontramos motivos de comparación: por ejemplo, el fino acomodo en la esbelta torre de Tecpatan y, más cercanamente, la fuente mudéjar de Chiapa de Corzo. Se perciben ideas y una mano afín en las tres construcciones.
Detalles de apariencia menor son también susceptibles de comparar: los enmarcamientos del confesionario y del paso a la sacristía de Quechula, son iguales en Tecpatan en el paso entre el templo y el convento y en el acceso remetido de la fachada lateral; además hay uso de nervaduras en las bóvedas y remetimientos bajo arcos, como la puerta frontal de Quechula y el respaldo del altar mayor de Tecpatan.
Figura 2 Templo colonial de Quechula
Figura 3 Templo colonial de Quechula
No encontramos paralelo en la arquitectura chiapaneca de la importancia que en la fachada de Quechula jugó la gran espadaña, prácticamente convertida en un tercer cuerpo, con una altura que casi iguala a los tramos anteriores. Si el alarife de Tecpatan fue el que levantó Quechula, en las diferencias que introdujo en las espadañas y en la integración armónica dio prueba de imaginación, buen gusto y conocimiento de la arquitectura de su tiempo. Y ésta, como apunta Markman (1983), derivaba del modo mudéjar de construir, transplantado a México y especialmente a Centroamérica, chapado con influencias todavía góticas, platerescas y finalmente barrocas y neoclásicas.
Esta mezcla de supervivencias y nuevas tendencias, cuyas raíces Markman (1983) coloca en la Baja Andalucía, se caracteriza por la traza de templos con una sola nave, artesonado de madera y, en ocasiones, presbiterio con bóveda de mampostería; disposición que cumple Quechula en la bóveda circunscrita al área de la sacristía.
La ruina del templo debió comenzar después de la peste de 1770, puesto que diez años antes se encontraba en buen estado. El abandono definitivo quizá ocurrió a fines del siglo XVIII o principios del XIX, cuando la declinación del pueblo fue irreversible y la mano de obra y los óbolos para el mantenimiento de un templo de tales dimensiones escasearon.
EXCAVACIONES ARQUEOLÓGICAS
La investigación arqueológica en el exterior se redujo a dos pozos en el atrio – pozos 1 y 2-, abiertos con el objeto de ver si encontrábamos restos de alguna construcción prehispánica que hubiese motivado a los frailes a construir en el lugar. El pozo 1 destacó el hallazgo de una capa de huesos revueltos, principalmente fragmentados. El pozo 2 se hizo al pie de la base de la cruz atrial y la estratigrafía fue la misma, salvo que el cimiento del basamento se adentra 35 cm de profundidad; la capa de huesos tuvo 65 cm. Desconocemos hasta dónde se extendió y cuál su origen. No nos parece que en estos lares se hubieran producido tantos muertos durante la Revolución. Más creemos en una inhumación colectiva de restos provenientes de las grandes pestes que se produjeron a lo largo de los siglos coloniales.
El pozo 3, al centro de la nave, mostró un piso semejante al del atrio, compuesto de lozetas de barro cocido, asentado sobre una capa de cascajo de 25 cm, dentro de la que salió material colonial. Sigue un estrato de arena, grava y pequeños cantos rodados de 20 cm y finalmente uno de tierra arcillosa café negruzca con tiestos casi pulverizados que podrían ser del Postclásico. Sería la única posibilidad de ocupación prehispánica en el perímetro del templo (Figuras 4, 5 y 6).
El pozo 4 se abrió en un espacio central de la sacristía, limpio de los grandes bloques de derrumbe que cubren el resto del espacio. La estratigrafía es semejante, salvo que, en vez de la capa final se encontró un piso hecho de cantos rodados bien formado. Podría pertenecer al piso de alguna de las más tempranas etapas de construcción del gran templo colonial. Se encontraron fragmentos de cerámica vidriada de esta época (Figura 7).
Al fondo de todos los pozos se encontró la consabida capa arcillosa amarillenta rojiza.
LA SEGUNDA IGLESIA
Del segundo templo no hay evidencias; era de bajareque, coro de madera y cubierta de tejas. Después del incendio de 1940 que la consumió, todo lo aprovechable fue rescatado, entre ello los materiales de construcción. Años después, en el terreno levantaron una modesta iglesia.
No perduraron restos materiales pero sí algo de historia oral. Sabemos que, como espacio religioso, fue profanado entre 1916 y 1919, cuando asentó sus reales en la región del Mescalapa el general zapatista Rafael Cal y Mayor. Los ornamentos fueron robados por la tropa y usaron el templo de cuartel en varias ocasiones. En otro lugar mencionamos el «encontronazo» a caballo entre el patrón Santiago y el general, en el que resultó vencedor el Santo.
Al parecer hubo dos saqueos: uno durante la ocupación del pueblo por las fuerzas del general Cal y Mayor, entre 1916-1919, en que la iglesia sirvió de cuartel y se robaron los ornamentos; la segunda en 1933, promovida por la política anti-religiosa del gobernador de Tabasco Tomás Garrido Canabal, secundada en Chiapas por el mandatario Victórico Grajales. He aquí un testimonio (Ciro Hernández 63 años. Comunicación oral, 1966):
Figura 4 Ejemplos de cerámica prehispánica encontrada en el perímetro del templo
Figura 5 Ejemplos de cerámica prehispánica encontrada en el perímetro del templo
Figura 6 Ejemplos de cerámica prehispánica encontrada en el perímetro del templo
Figura 7 Ejemplos de cerámica vidriada encontrada en el perímetro del templo
«Llegaron como a las tres de la tarde armados con pistolas y machetes, en dos lanchas. En el embarcadero quedó un hombre cuidando. Subieron al pueblo y derechito se plantaron en la iglesia. Quién se les iba a oponer, mejor no salir de la casa. Ya no encontraron las principales imágenes, la gente sabía que el gobierno estaba quemando santos en otros lados y las escondieron días atrás. Los quemasanto ya no lograron casi nada, porque antes otros gobiernos se habían llevado lo bueno, lo de valor que había en el pueblo. Pero desbarataron lo que pudieron y acarrearon con algunos santos pequeños y un coponcito, herencia de una difunta. Todos rotos aparecieron algunos santos en la playa. Peor les hubiera ido al sacristán y a los alguaciles de haberles salido al paso»
Nuestros relatores confundían en un solo los dos hechos históricos (Navarrete s.f.).
El estilo del altar mayor era barroco salomónico, quizá del siglo XVII según fragmentos de molduras y seis columnas, además de algunas imágenes del mismo estilo, conjunto heredado del templo colonial.
Se dice que un rayo fue la causa del incendio, pero otra versión señala una veladora volcada como causante del siniestro. Los vecinos salvaron algunas cosas pero el altar quedó desintegrado. No hay agua cercana de la que hubieran podido echar mano para apagar las llamas que la consumieron totalmente.
LA TERCERA IGLESIA
Los bienes salvados encontraron resguardo en una casa particular cercana. Acondicionaron un salón grande para los rezos y en fechas en que celebraban misa armaban una enramada enfrente para hacerla al aire libre y cupiera la gente. La familia que prestó el local levantó a sus expensas una iglesia inaugurada seis años después, mantenida bajo su custodia.
De fábrica rústica, con paredes de bajareque, los horcones visibles y la cubierta de tejas; el piso interior de lozetas de barro cocido y el coro estrecho de madera, de 2.50 m de ancho. Para darle luz y ventilación había una ventana al lado derecho y dos puertas juntas a la izquierda. La asentaron donde estuvo la iglesia anterior, con la misma orientación al oeste y de hecho las mismas dimensiones: 37 m de largo por 10 m de ancho.
El único vestigio de actividad que encontramos en el coro fue un armonio destartalado; el resto del espacio funcionaba como bodega: en un rincón se amontonaban restos de la mayoría de los santos antiguos, picados y mutilados, varios quemados y partes sueltas de un retablo barroco, seis columnas salomónicas y molduras; entre los santos todavía reconocibles, San Sebastián y Santo Domingo de Guzmán. Podríamos haber salvado algunas imágenes -se veían impresionantes- pero nos impidieron hacerlo: lo viejo, lo antiguo, lo de los abuelos, tenía que hundirse con el templo.
Abajo, colocados sobre mesas o directamente en el piso, las imágenes en mejor estado se encontraban reclinadas sobre ambos muros hasta el presbiterio, delimitado por un endeble barandal, donde presidían las más importantes. Fuera de algunas urnas y camerinos y un par de mesas de pino a manera de altar, la iglesia carecía de muebles y bancas. Al lado izquierdo del presbiterio había un pequeño cuarto que servía de sacristía, también convertido en bodega. Al fondo, en colores verde, rojo y azul, pintaron un motivo de respaldo al altar, parecido a la decoración que llevan en el interior los camerinos de madera laqueada de Chiapa de Corzo. Comienza a 1.10 m del piso, justo a la altura del altar. A pesar del abandono, los pocos habitantes del pueblo mantenían limpio el recinto.
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